Nunca le había visto la cara de frente. Nunca había visto su mirada tan de cerca. Nunca había escuchado su aliento resoplar en cada célula de mi cuerpo, pero sobretodo en el suyo.
Nunca había tenido conversaciones tan recurrentes en las que emergiera con majestuoso dominio protagónico. Nunca había deseado tanto haberme hecho su amiga, zambullirme en sus entrañas y develar el secreto.
Nunca lamenté tanto mi visión obnubilada por los velos de la ignorancia y la apatía. Nunca le abrí las puertas de mi casa y de mi corazón ni le tejí atentamente un espacio silencioso y confortable, como en aquellos meses.
Nunca había anhelado el agridulce dolor de su afilada espada. Nunca sospeché que la aclamara fervorosamente, como en esas últimas horas. Nunca pensé ser testigo, juez y parte de esa enseñanza magistral. Nunca me había sentado en la zona Bi Ai Pi del Mictlán. Nunca imaginé sonreírle, honrarla, vitorearla, besarla, y mucho menos fundirme con ella en una misma experiencia. Pero lo hice.
El cáncer: La manifestación anunciada.
La enfermedad terminal: El Nacimiento, en palabras de lama Tony Karma. Ambos (nacimiento y enfermedad terminal) fueron gentiles de cierta manera con los suyos, conmigo, y con Ella porque nos regalaron unos años más a la cuenta regresiva, los cuales Ella aderezó con inmensa brillantez, como el fulgor de sus zapatos negros de charol al bailar mambo, con su estilo tan particular, elegante y perfecto.
Hicimos de las pláticas de Facebuda* un hábito dominical,
-Qué bien habla esa monjita! ¿Cómo me dijiste que se llama?
Luego disfrutábamos el desayuno juntas, cuando todavía podía bajar las escaleras.
De lunes a viernes la vida era una carrera vertiginosa, aunque cada día (y hasta el último) su sonrisa, gratitud, tono dulce y su presencia amorosa iluminaban todo el espacio.
Por las tardes Ella era una alumna puntual en el Programa de Formación. Muchas veces practicamos juntas el momento estelar, su momento estelar. Ella decía no tener miedo, primero porque no debía nada ni nadie le debía a ella, y luego porque sabía lo que tenía que hacer llegado el momento.
Ella era una persona muy organizada, básicamente porque pensaba en los demás y en cómo no complicarle a nadie la existencia.
Con su sola presencia todo me parecía más fácil. Todo lo dejó en orden, e incluso con instructivos de su puño y letra para seguir acompañándome en su ausencia. Ella sabía cómo amar de verdad.
En medio de su dolor y sufrimiento practiqué para Ella como nunca lo había hecho, mañana, tarde y noche. Pude tocar de verdad El amor bondadoso, Su amor bondadoso. Ella siempre haciéndome una mejor persona… siempre Ella.
En mi casa ocurrieron muchas cosas: Cenas, desayunos y comidas de celebración y de despedidas para Ella, y para todos. Los niños de mi casa preguntaron y hablaron de la muerte, de la de Ella y de la propia.
– ¿Hoy te vas a morir, Bis?
– No, parece que hoy no será, decía Ella con una sonrisa.
Mi abuela vino a anunciarme el último suspiro una semana antes, percibí su humor una madrugada, y éste persistió hasta el día que vino por Ella.
El 15 de marzo de 2023, a la una de la madrugada inició su proceso final. Estuvimos juntas siempre, y también en ese momento. Ese día todavía bromeamos, nos reímos un poquito. Luego: Sed insaciable, frío helado, calor abrasador, sensación de ligereza y de pesadez. Todo lo vivió con una asombrosa presencia mental, todo, incluyendo el dolor.
No sé porqué supimos que había llegado el momento, en un momento. Su mano asió la blusa de mi pijama, tomé con firmeza su mano adherida a mí, me paré juntito a Ella, sus ojos se abrieron con inmensa lucidez, me volví su interlocutora y al mismo tiempo hice de maestra de ceremonia (¡Lo habíamos ensayado tantas veces!). No existía el yo y Ella, solo la experiencia radiante de la muerte.
El Sagrado Corazón de Jesús la abrazaba con su inmenso amor. Ella ya lo había “visto” en sus entrenamientos previos.
Ella se fue y volvió unas tres veces, hasta que cerró sus ojitos a esta vida para siempre.
Ella tenía ojos para ver y corazón para escuchar.
Por Ella vivimos lo ordinario como algo extraordinario.
Ella se llamaba Elvira, Elvis, y era mi madre.
Tina Hernández Galindo.
Estudiante del Programa de Formación G15-16.